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miércoles, 3 de diciembre de 2008

- Orden y patria -

La penumbra se adueñaba lentamente del cielo, en el corazón de la pampa.

Las calles estaban vacías, presagio de un futuro incierto.

Sobre su cama lo acechaban las preguntas, estaba inquieto, la calma y la soledad de su habitación le devoraban el alma. Tenia miedo, pero un soldado no puede temer le repetía su cansada y vieja madre. No tenia ni la más mínima idea de cual seria “la mejor forma” de resolver el conflicto que lo tenia así, pero si sabia que lo necesitaban, que al otro día tenia que presentarse lleno de fuerza y dispuesto a hacer lo mejor por su país.

 Una vez más, como desde el principio de los tiempos, el oscuro manto cubría el techo del mundo. Entre las sombras, una pena se apoderaba de su espíritu, quería gritar, llorar, salir corriendo libre; o tal vez volver a ser un niño, volver a jugar tranquilo con sus amigos en el amplio campo desértico que rodeaba sus casas, ver el atardecer naranjo sobre la arena amarilla.

 Desierto, el lugar más sublime que cubre la tierra, donde la arena danza a su merced y el viento no tiene fronteras ni encuentra fin. Qué grandes días. Ahora se maldecía, estaba cubierto de insignias y medallas que lo mantenían con recuerdos tristes de su antigua felicidad, inquieto y dudoso.

 La luz devoraba contenta las sombras que atormentaba el mundo. Limpiándole el camino al sol. Con la primera luz en su habitación despertó, durante la noche no había soñado y ahora se encontraba cansado y con sueño.

 Su caminar era lento, sin embargo llego temprano al lugar de la reunión. Vio compañeros que iban de uno a otro lado, silenciosos, pensativos. Tal vez con una experiencia como la suya. Eran niños aún. Sus conversaciones eran distintas a las de quienes mandaban, hablaban de las formas de las nubes, de novias, de recuerdos de pelota, y un montón de niñerías más, pero ahí estaban demostrando ser hombres para darles seguridad a sus familias.

Partieron bajo el calor norteño, el sol los acompañaba. No tardaron mucho en llegar a la Escuela Domingo Santa Maria.

 La escuela estaba infectada de gente que poco a poco callaban sus bocas para dejar gritar el alma intranquila. Las banderas y las pancartas adornaban el establecimiento.

 Sintió en él todas las miradas, llenas de seguridad, deseaba sentirse así, pero no podía. Uno de los generales, un tal Silva Renard, hablaba con la muchedumbre, intentando disimular un acuerdo. La masa comenzó a desesperarse, con lo que empezaron a gritar insultos. ¡Asesinos! Era lo que más se oía.

                            Las mismas miradas que al llegar se mostraban confiadas ahora estaban llenas de odio. Quiso saber de qué forma se estaba resolviendo esto, pero eso era algo que no le incumbía, el solo debía seguir las órdenes de sus superiores. Por un momento tuvo deseos de soltar el fusil y correr a ayudar a sus amigos del colegio que estaban frente a él,  pero no lo miraban, avergonzados de que estuviera ahí de esa forma. Sabia por lo que luchaban, y les encontraba razón, hubiera dado cualquier cosa por quitarse el uniforme y correr a gritar JUSTICIA con ellos, pero ¿y el orden de la patria? La patria no se sentía segura con esas ratas asentadas en la escuela.

-¡Fuego!

                    Nadie se movió, hasta que sonó el primer disparo, y así llovió balas, pero de una forma distinta a cuando llueve agua.

Era su deber como militar, sus compañeros le ordenaban hacerlo y obedeció, por su lema, porque era su obligación, su deber al país.

 Gritos, llantos, desesperación; el tiempo decidió detenerse pensando que con eso ellos también lo harían, una vez más se equivoco.

Perturbado apretaba el gatillo sin cesar, tenia cuidado de no disparar a Juan, su compañero de clases y con el primero que tuvo una experiencia sexual.

 Juan lo miró, reconoció en él a su amigo y lleno de rabia disparó. Le bala dio directo en el cuello, su cuerpo se desplomó y calló, mientras su vida se apagaba se maldijo, por fin comprendió que la patria era un grupo poderoso que pagaba para mantener el orden, que no era más que estar en silencio. Observó a Juan, y a la distancia y muy suavemente le pidió perdón.

                             Esa tarde, el alma se alimento de balas servidas por la intolerancia y el deber.

 

“No queremos ser más chilenos, mamacita linda.”[1]

 

Fä. J. Q. Montecinos.

XXII - XII - MCMVII



[1]  Santa María de las Flores Negras”, Hernán Rivera Letelier. Editorial Planeta. 2002. Pág. 236

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